A
veces las historias más interesantes son fruto de la casualidad o de las ideas
más peregrinas. Cuando Robert Capa
entró a finales de marzo de 1947 en el bar del neoyorquino Hotel Bedford, no
sospechaba que su apacible y etílico encuentro con el escritor John Steinbeck iba a acabar en una tournée fotográfica al otro lado del
Telón de Acero aquel mismo verano.
Todos
los días aparecían artículos periodísticos sobre Rusia, casi siempre redactados
por personas que no habían puesto un pie en ese país y casi siempre con los
mismos temas: Stalin, los movimientos de tropas, los experimentos con misiles y
armas atómicas o los planes inmediatos del Soviet Supremo. Tanto a Steinbeck como a Capa les parecía mucho más interesante saber
cómo vivían los ciudadanos rusos, qué comían, de qué hablaban y cómo se
divertían, ya que esta vida privada rusa era desconocida para la mayoría de
los norteamericanos. Así pues, decidieron intentar hacer un reportaje apoyado
con fotografías que respondiera a todos esos interrogantes.
El dúo viajero retratado por Capa
Con
el apoyo del New York Herald Tribune
y tras vencer las reticencias soviéticas iniciales, comenzaron a finales de
julio su particular periplo, que les llevaría a conocer Moscú (su particular “cuartel general”), Stalingrado y los campos de Ucrania y Georgia. Steinbeck ya tenía
experiencia en estas labores de documentación, que plasmó en dos de sus obras: Los vagabundos de la cosecha (sobre el
trasiego de familias de temporeros por California tras la Gran Depresión; Libros del Asteroide, 2007) y ¡Bombas fuera! (su
cobertura del entrenamiento de los pilotos norteamericanos de bombarderos
durante la Segunda Guerra
Mundial; Capitán Swing, 2011).
Con
la tutela de la Voks (la organización
de relaciones culturales de la Unión
Soviética) y durante casi dos meses, nuestros protagonistas
pasearán por las calles rusas, visitarán museos, entrarán en tiendas y grandes
almacenes, asistirán a espectáculos de circo, ballet y teatro, frecuentarán los
clubes de baile y se patearán a conciencia los fértiles campos de Ucrania y el
Cáucaso para examinar granjas estatales o fábricas, dos de los orgullos
soviéticos de la época.
Familias ucranianas
El resultado es la crónica de un país
parcialmente arrasado por la guerra, en continua reconstrucción, que convive con el racionamiento y la veneración
hacia Stalin. Steinbeck retrata a un pueblo desgastado por los años de
ocupación y lucha, pero que con un carácter afable y una gran hospitalidad
acoge en sus casas a estos peculiares extranjeros a los que inunda de preguntas
sobre política, salarios, cifras de producción, modos de vida o incluso
literatura, ansioso de saber (ellos también) cómo se vive en el otro lado.
“Nos detuvimos en una casa diminuta que estaba construyendo el contable de una fábrica. Estaba montando los tablones él solo, y estaba mezclando el barro para el revoco, y sus dos hijos jugaban en el jardín a su lado. Era muy agradable. Siguió construyendo su casa mientras le fotografiamos. Y después fue a coger su álbum de recuerdos para demostrar que no siempre había estado tan harapiento, que una vez tuvo un apartamento en Stalingrado. […] Había fotos de su boda, de su esposa con un traje de novia blanco y largo. Y después había fotos de sus vacaciones en el Mar Negro, de él y su esposa nadando, y de sus hijos a medida que crecían. Y había postales que le habían mandado. Era toda la historia de su vida, y todas las cosas buenas que le habían sucedido. Había perdido todo lo demás en la Guerra.Preguntamos: «¿Cómo pudo salvar su álbum de recuerdos?».Cerró la tapa y su mano acarició ese archivo de su vida entera, y dijo: «Cuidamos mucho de esto. Es muy valioso».”
Enérgica guardia de tráfico en Kiev
Fiel
a su propósito, Steinbeck nos ofrece un relato
honesto, carente de cualquier prejuicio, donde no hay críticas demoledoras,
alabanzas excesivas ni veredictos finales. Sin embargo, en medio de esta
transparencia fluye a cada página el sentido del humor y la ironía a raudales del autor. Ya sea
contra la férrea disciplina del aparato político, las normas establecidas o la
contumaz burocracia soviética, Steinbeck hace gala de una socarronería sin
fronteras, que aplica por igual a rusos y americanos. Así, las descripciones de
sus penurias en los medios de transporte del país (aviones maltrechos, trenes
asfixiantes, viejos coches o jeeps
“doloridos”), las bromas de esta pareja a sus intérpretes -la eficiente
Svetlana (Sweet Lana) y el
increíblemente gafe Sr. Chmarsky, alias el gremlin
del Kremlin-, o el retrato del mundillo de los periodistas americanos en Moscú,
son solo algunos de los ejemplos que hacen
de Diario de Rusia una lectura extremadamente
amena y divertida. Y como toda pareja bien avenida, tampoco faltan las
bromas recíprocas entre los dos reporteros en cualquier circunstancia y
horario; a este respecto, Capa intercala un capítulo -titulado Una queja legítima- donde expone su opinión
acerca de su compañero de viaje.
“Ahora Capa estaba fuera de su elemento, porque Capa habla todos los idiomas menos el ruso. Habla cada idioma con el acento que corresponde a otro. Habla español con acento húngaro, francés con acento español, alemán con acento francés, e inglés con un acento que nunca ha sido identificado. Pero no habla ruso. Después de un mes aprendió algunas palabras de ruso, con un acento que en general se podía considerar uzbeco”.
“Estábamos viviendo una vida que con respecto a la virtud solo había sido igualada una o dos veces en la historia del mundo. En parte era deliberado porque teníamos demasiadas cosas que hacer, y en parte era porque el vicio no estaba muy disponible. Y nosotros somos especímenes bastante normales. Nos encanta un tobillo bien torneado o incluso unas pulgadas por encima del tobillo, vestido, si es posible, con unas medias de nailon bien ajustadas. […] Teníamos un ansia definitiva de ser engañados y mentidos. […] Y ahora llevábamos una vida de prístina virtud. Nos mostrábamos circunspectos a conciencia. Los ataques más comunes contra los extranjeros en la Unión Soviética se basan en la embriaguez y la lascivia. Y a pesar de que solo somos razonablemente alcohólicos, y no más lascivos que la mayoría de la gente, aunque esto es algo variable, estábamos decididos a vivir una vida de santos. Y logramos hacerlo, no enteramente para nuestra satisfacción.”
El
libro está ilustrado con setenta
fotografías, algunas a toda página, que son una minúscula muestra de los casi
cuatro mil negativos con los que regresó Robert Capa. Son el complemento
perfecto a la prosa sencilla aunque llena de matices (un diez para la
traductora) de Steinbeck, que nos muestra a un pueblo ruso que odiaba la guerra
y que tan solo ansiaba una buena vida y un mayor bienestar. Un sentimiento
universal sintetizado en las palabras que dirige a su madre el sorprendido niño
ucraniano al que acaban de retratar en una de las granjas: “¡Pero estos americanos son gente como nosotros!”.
Lección de historia a la sombra del líder
Nota
al margen: Nueve años después de
este viaje -ya con Jruschov en el poder denunciando los crímenes de Stalin-
otro tándem escritor-fotógrafo, esta vez francés, tuvo una ocurrencia similar. Dominique Lapierre y Jean-Pierre Pedrazzini convencieron al
semanario Paris Match para financiarles
un viaje por carretera a la todavía hermética Unión Soviética. A bordo de un
flamante Simca Marly amarillo y con la compañía de sus mujeres, estos jóvenes
reporteros recorrieron entre julio y octubre de 1956 la friolera de trece mil
kilómetros con una libertad de movimientos similar a la de Steinbeck y Capa.
Acompañados
de un joven matrimonio de periodistas rusos, ofrecieron también al lector
europeo un relato objetivo de la vida de los ciudadanos rusos corrientes. Estas
vivencias aparecieron en forma de libro en España bajo el título de Érase
una vez la URSS
(Planeta, 2006). Recuerdo que la historia de Lapierre no me gustó tanto como la
de Diario de Rusia, quizá porque
esperaba algo más que la mera exposición de las anécdotas de un viaje atípico.
Sin embargo, las instantáneas de Pedrazzini son estupendas y resulta un libro entretenido
y de lectura rápida.
Diario de Rusia, John Steinbeck
Con fotografías de Robert Capa
Traducción de María Pérez Martín
Capitán Swing, 2012, 248 páginas, 18,50 €
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