jueves, 28 de mayo de 2015

Mordiscos literarios / 6




«Igual que ahora vengo a verla a usted, señorita, antes me gustaba frecuentar a aquellas bellezas de allí, junto a la iglesia; no es que yo estuviera tan entregado a la sacristía, es que al lado de la casa del cura había una tienda, donde un tal Altmann vendía máquinas de coser de segunda mano, además de gramófonos americanos de doble cuerda y extintores de marca Minimax; y el tal Altmann, como segunda ocupación, proporcionaba chicas guapas a todos los bares y tabernas de la provincia, y frecuentemente aquellas señoritas se alojaban en un cuartito de la trastienda o, si era verano, las damiselas levantaban una tienda de campaña en el jardín, y al señor cura le gustaba pasear junto a la cerca, ya que aquellas guapetonas ponían la gramola, cantaban, fumaban y tomaban el sol en traje de baño… aquello era una delicia, era como estar en el cielo, en el paraíso, por ello al señor cura le complacía tanto andar junto a la cerca, para pasar revista, porque había tenido mala suerte con sus capellanes: uno se le había escapado con su prima a Canadá, otro se pasó a la Iglesia de los Hermanos Checos y Eslovacos para poder casarse, y el último se saltó la prohibición y la cerca; visitando a aquellas preciosidades que tomaban el sol en traje de baño, se enamoró de una de ellas y acabó pegándose un tiro a causa del amor no correspondido… un revólver o una Browning siempre acaban por causar daño […]».

Clases de baile para mayores. Bohumil Hrabal (1964)

viernes, 15 de mayo de 2015

Siempre pasan cosas






Las ciudades han sido siempre las protagonistas de muchas ficciones literarias. Son poliédricas, cambian de aspecto y de ritmo con el transcurso de las horas y tienen su fauna particular. Además, bajo la capa de aparente normalidad de cada urbe, ya sea una metrópoli o una minúscula ciudad de provincias, en cada barrio acechan siempre situaciones personales complejas a la vuelta de la esquina. Desamores, soledad, búsqueda implacable de cariño, nostalgia, incomunicación o violencia son solo parte de un río subterráneo que avanza con fuerza, arrastrando sin remedio a multitud de navegantes urbanos.

Es ese caldo de cultivo diario y oculto el que saca a la luz el valenciano Kike Parra (Alcira, 1971) en su primer libro de microrrelatos. Una geografía humana dividida en tres partes, como si se tratase de un atlas particular con fronteras cinceladas a base de escenas cotidianas: Historias de la ciudad divisible, Zonas de paso y Últimas calles.

Por cada uno de estos escenarios van desfilando familias, tipos solitarios, prostitutas, parejas separadas, viudos, amas de casa, jubilados, ancianas solitarias, asesinos despiadados y hasta la misma muerte susurrándole confesiones al lector. Todos ellos aportan su particular visión de la vida en la ciudad, algunas veces esperanzadora y las más, ingrata.

Procurando huir de los lugares comunes, Parra utiliza un estilo directo y nada artificioso para llevarnos al meollo de lo que nos quiere transmitir. Elige con cuidado el ángulo de la narración, las palabras justas y, tras crear el ambiente necesario, remata disparando a bocajarro. Unas veces las balas van impregnadas de un humor irónico, bastante gamberro, y otras la pólvora nos estalla en plena cara. Así, pasamos de unas narraciones simpáticas, desinhibidas y socarronas, como La mujer sin nombre, a microrrelatos crueles y demoledores, como Lejos de la ciudad o Incompleto, tras los que hay que tomar aire para seguir caminando.

Pero también hay espacio en estas calles para los personajes con un punto tierno, los amores fugaces e incluso las visiones futuristas (no muy amables, por cierto) o el cuento fantástico (estupendo el que lleva por título Rechazo). Y es que este libro pretende ser un reflejo de las situaciones a las que nos abocan tarde o temprano las ciudades, maravillosas e implacables. Hombres y mujeres intentando agarrar por los pelos una felicidad tozudamente esquiva o enfermos de nostalgia que añoran su pueblo y se extasían con el aroma a sarmientos quemados de un asador.

Teniendo en cuenta la gran dificultad del género, Kike Parra entrega en este primer volumen en solitario una colección de textos bastante solvente. Se nota su amor por la distancia corta y su buen oficio, lo que lo hace un autor interesante al que seguir en próximas entregas. Sin embargo, para mi gusto hay también algunos microrrelatos claramente mejorables. En algún caso no me ha llegado la historia (Solitarios, ¿Estás segura?, La canguro), el argumento o la resolución son algo flojos (¿Qué va a pasar?, Hasta que quiera o Lo mejor para mi hija) o bien parece que haya faltado el proceso de reescritura (como el batiburrillo de tiempos verbales en Cada tarde). Pero estos pequeños inconvenientes no impiden disfrutar del resto de paseos por la ciudad ni del rumor de la calle. Como colofón, os incluyo dos de los microrrelatos que más me han gustado.


Corazones

Le pregunto si le importa que fume. El hombre al que acabo de conocer esta noche busca algo entre las revistas que tiene amontonadas junto al sofá, hasta dar con un encendedor. Al darme fuego le veo unos números grabados en la muñeca. Le pido que se suba la manga. Aparece una calavera con dos diamantes dibujados en el hueco de los ojos y, debajo, su nombre, en una especie de garabato infantil. Le digo que se desabroche la camisa. Tú primero, me pide. Se queda mirando el sujetador de encaje. Hace mucho que no veía uno de estos, me dice. Intento mantener una sonrisa sosegada. No quiero prestarle demasiada atención a la cara que pondrá después, cuando me lo desabroche y lo deje caer y vea las cicatrices y me pregunte por lo que ocurrió. Prefiero quedarme mirando el rostro de mujer que tiene tatuado a la altura del corazón.

Amor que no atraviesa

En el barrio se murmuraba que la mujer rubia y su difunto marido habían recorrido medio mundo con un número de ilusionismo en el que utilizaban espadas. Se decía que en un arcón guardaba los viejos vestidos de lentejuelas sin un rasguño. Que en una vieja maleta guardaba los guantes blancos, las chisteras y las capas de raso y terciopelo. Que en el sótano estaba la caja donde se escondía para luego aparecer, incólume, ante los espectadores. Aunque nadie sabía qué había hecho de las espadas. Por eso me alegro tanto cada vez que veo a papá salir con vida de casa de la mujer rubia.


Siempre pasan cosas, Kike Parra Veïnat
Enkuadres, 2015, 126 páginas, 12

miércoles, 18 de marzo de 2015

Sueño





Este relato largo, editado con el mimo habitual por Libros del Zorro Rojo, ha sido mi primera aproximación al universo Murakami y, ciertamente, no he salido defraudado. Mediante la técnica del monólogo interior, el autor japonés nos va presentando a una protagonista con un aparente problema, más bien paradójico: lleva diecisiete días sin dormir, pero no es un caso de insomnio, ya que conserva un estado físico excelente y una mente clara, aún más lúcida que antes.

Esta joven, a punto de cumplir treinta años y cuyo nombre nunca se menciona, llevaba hasta entonces una existencia apacible. Esposa y madre de un niño, sin problemas económicos, pasea por una vida rutinaria compuesta de compras, preparación de comidas, natación en el gimnasio y cuidado de la familia. Es ella misma la que nos va contando ese paulatino aletargamiento de su mundo personal: «A grandes rasgos, un día era una repetición del otro».


El escritor japonés en versión de la ilustradora


Murakami (Kioto, 1949) logra transmitirnos esa monotonía, esa aparente felicidad, mediante una cadencia especial en las frases y una selección certera de las palabras. Pero, a la vez, intuimos que algo falla. Esa uniformidad en la relación con su marido, un hombre de éxito, y su pequeño está a punto de dar un vuelco. Y será justo este extraño insomnio el que le sirva de revulsivo al tedio en el que se ha instalado.

La vigilia forzosa le hace recuperar viejos hábitos, como la pasión por la lectura, que vuelve a retomar con fruición. No es casual que la primera obra que relea de cabo a rabo sea Anna Karénina. Es así como, poco a poco, empieza a rescatar actividades a las que había renunciado tras el matrimonio, algunas aparentemente triviales, como comer chocolate. Y es así como sufre un rejuvenecimiento interior y exterior evidente.


«No era capaz de explicarlo bien, pero sentía grandes deseos de nadar con todas mis fuerzas para expulsar, de este modo, algo de mi interior. Expulsar. Pero ¿qué diablos iba a expulsar yo? Intenté reflexionar sobre ello. ¿Expulsar qué?
No lo sabía.
Pero ese algo flotaba vagamente en el interior de mi cuerpo como si fuera una especie de potencialidad. Quería darle un nombre, pero no se me ocurría ninguno. Tenía poca habilidad buscando palabras. Seguro que Tolstoi hubiera sabido hallar el término preciso».


Pero esta paradoja llega a un punto de no retorno, a una transformación vital «a lo Kafka» que la lleva a cambiar su concepción inmutable de las cosas y de las personas, empujándola a obrar en consecuencia. Con todos sus efectos…



  
No desvelaré nada más para que el lector pueda disfrutar del sorprendente resto del libro. Una narración notable, con un Murakami preciso, sutil e imaginativo, y donde se intuye también el buen hacer de la traductora. Y, por supuesto, un excelente trabajo de ilustración de la alemana Kat Menschik (Luckenwalde, RDA, 1968). Sus magníficas ilustraciones de página entera a dos tintas son el contrapunto perfecto a esos pasajes oníricos de la narración, así como al fluir de la consciencia o la mutación personal de la protagonista. Unos dibujos con una fortaleza impresionante que capturan de manera fiel el espíritu de la historia. El propio escritor lo expresó claramente: «Sus imágenes son de verdad diferentes y únicas. Es precisamente ese sentido de otredad el que como autor quiero evocar en mis lectores».




Un relato para reflexionar acerca de nuestra existencia, de las segundas oportunidades o de los abismos que pueden abrirse de repente bajo nuestros pies. Un texto que me ha dejado con ganas de seguir adentrándome en las atmósferas del autor japonés. Dada la buena experiencia del tándem creativo Murakami-Menschik, quizá me decida por el relato La biblioteca secreta, publicado a finales del año pasado por esta misma editorial.

Sueño, Haruki Murakami
Traducción de Lourdes Porta
Ilustraciones de Kat Menschik
Libros del Zorro Rojo, 2013, 84 páginas, 14,90

jueves, 13 de noviembre de 2014

Mordiscos literarios / 5


La Petite Jeanne pâle.
Ilustración de Édouard Chimot que sirvió de portada
para la edición de la novela de Roth en Anagrama.


«Se despertó muy temprano. Caroline todavía estaba durmiendo. Por la ventana abierta se oían los trinos de un pájaro solitario. Andreas permaneció un rato en la cama con los ojos abiertos, pero no más de unos pocos minutos. Aprovechó esos breves instantes para reflexionar. Tenía la impresión de que hacía mucho tiempo que no le habían acontecido tantas cosas extrañas como en aquella única semana. De pronto volvió la cara y contempló a Caroline a su diestra. Lo que no había visto la víspera, lo comprobó entonces: había envejecido; pálida, hinchada, y respirando con dificultad, estaba durmiendo el sueño de las mujeres que envejecen. Entonces se percató del paso del tiempo, que hasta aquel momento no había percibido, y se dio cuenta de la transformación que había ejercido también en él. Así que decidió levantarse al punto, sin despertar a Caroline, y desaparecer con la misma casualidad o, mejor dicho, de la misma forma azarosa como ambos, Caroline y él, se habían encontrado el día anterior. Se vistió a escondidas y se esfumó, caminando hacia un nuevo día, uno de sus acostumbrados nuevos días.
Es decir, hacia uno de sus días desacostumbrados. Porque cuando introdujo la mano en el bolsillo superior izquierdo, allí donde solía guardar el dinero recién obtenido o encontrado, se dio cuenta de que ya sólo le quedaba un billete de cincuenta francos y algunas monedas. Y él, que desde hacía años ya no sabía lo que era el dinero y que ya no solía conceder importancia a su valor, se asustó de repente como suele asustarse quien está acostumbrado a llevar siempre dinero en el bolsillo y que de golpe se ve en el apuro de comprobar que sólo tiene muy poco o ninguno. En medio de aquellas calles matinales, grises y vacías, a él, que desde incontables meses no había dispuesto de dinero, le parecía haberse arruinado de la noche a la mañana al no notar en el bolsillo los mismos billetes de banco que en los últimos días. Y le pareció que la época en que iba por el mundo sin dinero quedaba ya muy, muy atrás en el tiempo; que el importe adecuado para mantener el nivel de vida que a él le correspondía, lo había despilfarrado irreflexiva y tontamente con Caroline.
Estaba encolerizado con Caroline. Y él, que jamás había concedido importancia a la posesión de dinero, comenzó de pronto a estimar su valor. Tuvo la súbita idea de que la posesión de un billete de tan sólo cincuenta francos resultaba ridícula para un hombre de su importancia. Llegó a la conclusión de que, para poder tener consciencia de esta su importancia, le resultaba imprescindible reflexionar tranquilamente sobre sí mismo ante una copa de absenta.
Así, pues, entre las tabernas más cercanas, eligió una que le parecía más acogedora, tomó asiento y pidió un pernod. Mientras iba bebiendo, le vino a la mente que de hecho se encontraba en París sin el correspondiente permiso de residencia. Revisó sus papeles y llegó a la conclusión de que en realidad podía considerarse expulsado, pues había llegado a Francia en calidad de minero, procedente de Olschowice, en la Silesia polaca».

La leyenda del Santo Bebedor. Joseph Roth (1939)
 

lunes, 3 de noviembre de 2014

Cuentos de Odesa




Son miles y miles los rusos que sufrieron el terror de la represión estalinista. Nadie estaba a salvo de sus persecuciones, ni siquiera los miembros del propio partido comunista. Una de esas víctimas fue el escritor Isaak Bábel (1894-1940), nacido en la entonces próspera y ahora convulsa ciudad portuaria de Odesa, en el Mar Negro.

Pasó su infancia y parte de la juventud en el barrio judío de Moldavanka. Estudiante aplicado y lector de autores franceses como Maupassant, según él mismo comenta en su Autobiografía, «en los recreos solía ir al pantalán del puerto, a jugar al billar en los cafés griegos, a las tabernas». Una vez acabados sus estudios se instaló en San Petersburgo, donde comenzó a escribir relatos. Fue allí donde conoció a Gorki, que publicó alguno de ellos en su revista y le recomendó mezclarse con el pueblo para mejorar su literatura.

Y así lo hizo. Durante siete años (de 1917 a 1924) se lanzó a explorar el mundo. Fue soldado del ejército rojo en el frente rumano, realizó diversos cometidos dentro del partido, trabajó como redactor y periodista en San Petersburgo y Tiflis, y en 1920 fue enviado como corresponsal de guerra para cubrir la campaña del Primer Ejército de Caballería contra los polacos y las fuerzas antisoviéticas rusas. De esta última experiencia nacería su libro más conocido: Caballería Roja.

Según expresó el propio Bábel, «no fue sino en 1923 cuando aprendí a expresar mis pensamientos con claridad y concisión. Entonces me puse a escribir otra vez». Y fruto de esa nueva fuerza narrativa en 1924 salieron a la luz cuentos como Sal, Una carta o La muerte de Dolgushov (incluidos posteriormente en Caballería Roja), que fueron publicados en la revista Lef, editada por Mayakovski.


Isaak Bábel en los años 30


De vuelta en su ciudad natal y mientras trabajaba como periodista, Bábel publicó sus Cuentos de Odesa, una colección de relatos cortos que retratan la vida cotidiana del hampa local en el barrio de su infancia antes y después de la Revolución de Octubre. Una pequeña selección de estos textos acaba de ser publicada por Ediciones Nevsky en forma de libro ilustrado. El volumen contiene cuatro relatos centrados en el personaje del «Rey» Benia Krik, que junto con su banda de malhechores es el jefe absoluto de Moldavanka y hace y deshace a su antojo. Parece que para componer su personaje el escritor ruso se basó en la figura real de Mishka Yaponchik (1891-1919), un gánster local que controlaba buena parte de Odesa a finales de los años 10.

En el cuento que abre el libro, El Rey, un anuncio hecho en medio de la boda de la hermana del todopoderoso Benia Krik provocará un fin de fiesta bastante peculiar. El ambiente del mundo criminal es también el protagonista de Qué sucedió en Odesa, donde se narra la ascensión del Rey dentro del escalafón delictivo. En El padre -el relato que más me ha gustado-, la veinteañera Baska siente la llamada fulminante del amor y decide que su singular padre ha de tomar cartas en el asunto por su propio bien. Aquí el buen oficio de Bábel despliega una galería de personajes y situaciones impagables:


«La muchacha quería una vida así, pero bien sabía que la hija del tuerto Graj no podía contar con encontrar un buen partido. Así que dejó de llamar padre a su padre.
     –¡Ladrón pelirrojo! –le gritaba por las tardes–, ande, ladrón pelirrojo, véngase a cenar…
     Y se prolongó hasta que Baska hubo cosido seis camisones y seis pares de pantalones con volantes de puntilla. Cuando hubo acabado los ribetes de las puntillas, se echó a llorar y en voz baja, en una voz que no parecía su voz, le dijo entre lágrimas al inquebrantable Graj:
     –Todas las muchachas –le dijo– tienen algo interesante en sus vidas, yo soy la única que vive como un vigilante nocturno en un almacén ajeno. O hace algo por mí, papá, o pondré fin a mi vida…».


Por último, en Liubka la Cosaca, asistimos a una jornada bastante peculiar en la vida de una de las taberneras más conocidas y pluriempleadas de Moldavanka, con un sentido de los negocios muy particular.

Todos estos relatos tienen un tono común muy cercano, una atmósfera que recuerda los mecanismos de las historias tradicionales transmitidas de forma oral por un testigo de los hechos. El mismo narrador va captando el interés del lector mediante descripciones pormenorizadas y haciendo uso de repeticiones para que no se vaya perdiendo el hilo de la acción. También se usa el recurso de entrelazar personajes en distintos relatos para irradiar una sensación de unidad; así, los actores secundarios de unos pasan a ser protagonistas en el siguiente o viceversa. Y también destacaría el matiz caricaturesco que hace el autor de buena parte de este elenco. Temas como la extorsión, el abuso, la pobreza o las injusticias flagrantes dentro de todas las escalas sociales se tratan con un humor que consigue amortiguar en parte los rigores de lo narrado, dejando alguna oportunidad a la esperanza.

No se trata en absoluto de cuentos oscuros, y para demostrarlo, la ilustradora Iratxe López de Munáin (1985) recrea un mundo lleno de colorido para esta edición. Su estilo expresivo y naíf da la continuidad precisa a las situaciones que se van narrando y nos deja siempre con una sonrisa en la cara (por cierto, genial el guiño a los personajes y el homenaje al propio Bábel en la ilustración que cierra el volumen). Con sus trazos ágiles y desenfadados, creo que ha logrado reflejar muy bien en las imágenes ese descaro que rezuman los textos.




Este colorido contrasta con el trágico final de Bábel. A pesar de que su narrativa le hizo popular como escritor en la Unión Soviética y el extranjero, la falta en su estilo de lo que el régimen llamaba «romanticismo revolucionario» le fue granjeando enemigos políticos. La sinceridad que reflejaban sus textos era demasiado cruda o poco poética para las autoridades y además él se negaba a escribir según las directivas del partido. Fue capeando estos pequeños temporales hasta que en 1934, en el primer congreso de la Unión de Escritores Soviéticos se definió con ironía como «un maestro del silencio», lo que fue interpretado por Stalin como una crítica directa, poniéndolo en su punto de mira. Una vez muerto Gorki -su mayor protector- Bábel quedó expuesto en 1936 a la ira del dictador, que le prohibió viajar al extranjero, donde residía parte de su familia. Cada vez más cercado por el régimen, en mayo de 1939 fue arrestado en su villa de Peredelkino, al sur de Moscú. Encarcelado durante meses, en enero de 1940 fue sometido a un juicio sumarísimo, siendo acusado de terrorismo y espionaje y condenado a muerte, sentencia que se cumplió al día siguiente.

Sirva, pues, este recién estrenado volumen de Cuentos de Odesa para hacer un homenaje a Isaak Bábel y a todos aquellos damnificados por las atroces purgas de la Unión Soviética. Y también felicidades para James y Marian Womack, la fuerza motriz de Nevsky, que llevan ya todo un lustro rescatando buena literatura rusa.

Cuentos de Odesa, Isaak Bábel
Traducción de Marta Sánchez-Nieves
Ilustraciones de Iratxe López de Munáin
Nevsky, 2014, 128 páginas, 16

lunes, 6 de octubre de 2014

Buenos Aires, la ciudad invencible




Suelo desconfiar bastante de las frases promocionales que aparecen en las fajas de los libros, tan propensas a la exageración y al autobombo, pero en este caso me llamó la atención: «Fernanda Trías, en las antípodas de esa literatura estéril que está de moda, aparece como una de las narradoras actuales más interesantes de la lengua hispana». Esta apreciación viene firmada por Mario Levrero, y haciendo algo de arqueología literaria me entero de que el escritor uruguayo incluyó este comentario tan categórico sobre su amiga y discípula con ocasión de la edición de la primera novela de la joven compatriota, La azotea (Trilce, 2001).

Como desde entonces Fernanda Trías (Montevideo, 1976) se ha prodigado poco (otra novela -Cuaderno para un solo ojo (Cauce, 2002)-, una plaquette de relatos -El regreso (Trópico Sur, 2012)- y varios cuentos sueltos en diversas antologías latinoamericanas y europeas de nueva narrativa), mi interés aumentó aún más. Así que me lancé a la lectura de esta tercera novela breve. Publicada en 2013 por el sello argentino Brutas Editoras con el título Bienes muebles, ahora Demipage la edita en España como La ciudad invencible.

Su protagonista, una joven de treinta años, recala en Buenos Aires huyendo de un fracaso sentimental y casi hundida, con la esperanza de comenzar una vida nueva desde cero. Esta gran ciudad -referente universal para multitud de escritores (no en vano el libro se abre con una cita de Borges)- va a ser para ella un lugar amenazador y claustrofóbico, pero también una urbe acogedora e infinita, cuyos sabores se mezclan con las relaciones humanas que va tejiendo poco a poco.

«Es fácil adentrarse en el mar, pero remontar la corriente es difícil. El cuerpo se cansa, y al rato ya hemos tragado agua y hasta perdido las ganas de salvarnos. Una vez estuve a punto de ahogarme en una playa de Uruguay. La profundidad hipnotiza, uno se cree invencible -cuánta calma hay allá lejos, a metros y metros de la orilla- pero al rato, mientras pataleaba como una condenada sobre las olas rotas, espantosamente turbias, me encontré pensando: qué estupidez morir así».

Narrada en primera persona, con un estilo limpio e impresionista, asistimos a la deriva del personaje, a sus momentos de bajón y a su voluntad de seguir adelante a pesar de todas las dificultades, que a veces comienzan en uno mismo. Pero no todo es tan diáfano, y Trías sabe dosificar la información para que queramos saber más del origen de ese desasosiego vital que intuimos a cada página, de esos silencios y de un extravío personal que no es solo fruto de una ciudad extraña.

Hay en esta novela algunas claves, como la de la Rata, el cariñoso apelativo del exnovio, que solo alcanzan a comprenderse casi al final del relato (y que por supuesto, no revelaré). Sí que diré que la capital porteña será el escenario de cuatro mudanzas, una separación y una muerte (ya que esto se desvela en la página 19), que van a ir perfilando el rumbo hacia un cambio definitivo. Y hasta ahí puedo leer…

Adivinamos las inquietudes de la narradora a través de las relaciones con sus nuevos amigos, parte bonaerenses y parte exiliados forzosos o por decisión propia (y con sus propios miedos y neuras). Y hay así espacio en el libro para hablar también de política, inseguridad, drogas, literatura, música, de la alegría de vivir, de tenores fracasados o de mujeres con una sola pierna (Marita, la vecina puertorriqueña que no tiene desperdicio y que es el personaje secundario que más me ha gustado).

«Hablábamos de Puerto Rico, también, ese país-paradoja que no tenía derecho a votar por ningún presidente. Marita era del partido independentista, es decir que pertenecía al cuatro por ciento que en 1993 había votado por separarse de Estados Unidos. Para el siguiente plebiscito, el de 1998, Marita ya estaba en Buenos Aires y ya tenía una pierna menos. Me dijo esto y se rió -tenía una capacidad envidiable para reírse de sí misma. A veces decía «toco madera», y se daba unos golpecitos con los nudillos en la pierna artificial-, porque cuando le dijeron que tenía cáncer en la cadera, un cáncer raro del hueso, lo primero que hizo fue viajar a Estados Unidos a operarse. «No necesité visa para entrar», dijo riendo. Sí, podía reírse de todo, y estoy segura de que se habría sacado la pierna de plástico y habría bailado para mí, dando saltitos en un solo pie, si yo hubiera tenido el valor pedírselo».

Comentar así mismo que se intuye mucha carga autobiográfica en estas páginas: la protagonista es uruguaya, traductora y lectora editorial, ganadora de becas y un espíritu nómada como la propia Fernanda, cuya biografía incluye estancias en Francia, Buenos Aires y Nueva York, donde reside por el momento.


Fernanda Trías (© Fernanda Montoro)


Sobra decir que el libro me ha gustado, aunque al principio me costó entrar en el universo fragmentado de los primeros capítulos y en el empleo del tiempo que hace la autora, pero como comenté más arriba todo va encajando a medida que vamos avanzando en la lectura. Lo que sí me dio rabia es mi propia ignorancia de la geografía de Buenos Aires y de muchos referentes que se citan en el texto. Pero aunque esos conocimientos permitirían mimetizarse un poco más con la protagonista, no son un obstáculo para disfrutar de esta nouvelle. Y además, por el camino he aprendido un buen puñado de palabras porteñas y uruguayas…

Por último, agradecer el empeño de la editorial Demipage por dar a conocer en España los trabajos de jóvenes autores latinoamericanos, cuando la norma general es publicar sobre seguro valores ya consolidados. Es un consuelo poder leer sus obras y contrastarlas con algún que otro pestiño de los así llamados por algunas grandes editoriales «herederos del boom» y que en ocasiones solo se quedan en «herederos del bluff».

La ciudad invencible, Fernanda Trías
Demipage, 2014, 136 páginas, 16

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Chico de barrio (italiano)





Una vez rebasada la mitad de su vida, un director de cine italiano con una estupenda filmografía a sus espaldas -aunque algo ignorado por el gran público- decide rodar una película sobre la vida cotidiana en el Milán bombardeado de la Segunda Guerra Mundial, una obra donde plasmar sus propias vivencias y nostalgias. Pero el destino, caprichoso y cruel, desbarata sus planes y le hace seguir un nuevo camino.

Bien podría ser el argumento de una novela o incluso de otra película, pero en este caso se trata de la pura realidad. Esto es ni más ni menos lo que le pasó a Ermanno Olmi (Treviglio, Bérgamo, 1931), el autor de la novela que analizo hoy, Chico de barrio, cuando se disponía a preparar el rodaje de ese flashback emocional a la época de su infancia.

Entre 1983 y 1987, una grave enfermedad del sistema nervioso mantuvo alejado a Olmi de la actividad cinematográfica, lo que le impidió llevar a cabo el proyecto. Sin embargo, decidió aprovechar su larga convalecencia para transformar la película que ya tenía organizada en su cabeza en este libro, que hace unos años editó Libros del Asteroide. Esta primera y única novela se publicó en Italia en 1986 y recibió el premio Grinzane Cavour al año siguiente.

La narración discurre en primera persona desde mayo de 1940 hasta el final de la contienda, en 1945, y tiene como escenarios principales el barrio industrial milanés de la Bovisa y la casa de la abuela en Treviglio, un oasis de paz en mitad del campo. Nuestro protagonista, que va pasando a lo largo del libro de la infancia a la adolescencia en ese reducido espacio de 40 kilómetros, nos relata de forma sencilla los vaivenes de la guerra y la evolución de las familias, los compañeros y la propia fisonomía de Italia.

«Un encargado de la empresa nos hizo subir al tren, después de habernos apuntado en una hoja. Me despedí de mi madre: me dio un abrazo más largo que las otras veces que había partido. Me dio un beso y yo, en lugar de llorar, como había temido, me asombré al notar que lo que más advertía era un leve olor a polvos de tocador en su mejilla y, cuando el tren se movió y miré a mis familiares por última vez, mientras me hacían señas de despedida y se alejaban cada vez más, me di cuenta de que aquel leve olor a polvos de tocador quedaría unido para siempre al recuerdo de la cara de mi madre».

A pesar de estar ambientado en plena contienda, quien espere encontrar en este libro una acción trepidante se llevará una gran desilusión. Aunque por supuesto se describen bombardeos, bajadas nocturnas a los refugios y algún que otro encontronazo con los alemanes, Olmi -con un ojo excepcional para iluminar lo cotidiano- prefiere hablarnos en esas situaciones de los temas que más preocupan a su alter ego. Así van desfilando los campamentos de verano, la complicidad con su hermano mayor, las sopas de tocino y ajo de la abuela, los juegos con los amigos, las confidencias o el descubrimiento paulatino del amor. Y la calle como espacio vital de ese aprendizaje.

El autor traslada con maestría al papel esa elaboración rápida de escenas y de personajes tan propia del cine, dando lugar a multitud de anécdotas casi siempre divertidas en las que todos nosotros podemos vernos reflejados si escarbamos en nuestros recuerdos. La estructura de la novela, dividida en capítulos muy breves, contribuye aún más a transmitir ese ritmo vital apasionante.


Ermanno Olmi (© Gerhard Kassner)


Olmi conoce a la perfección los escenarios que describe (su pueblo natal, su ciudad de acogida) y son numerosas las referencias personales que incorpora a la novela. Así, aparece la empresa italiana Edison-Volta, para la que trabajó desde muy joven y donde dirigió entre 1953 y 1961 una treintena de documentales, o el destino de su padre (que obviamente no desvelaré).

Esta novela autobiográfica, de aprendizaje y descubrimiento, me ha gustado bastante por su naturalidad. En sus páginas no hay juicios de buenos y malos, sino que los ojos del protagonista nos reflejan los hechos con la inocencia de un niño -aunque inteligente y perspicaz- para que cada uno saque sus conclusiones aun en las escenas más emotivas (como la del compañero Pedrini cerca del final). Un lenguaje claro y transparente que refleja de maravilla el aliento de este pequeño milanés, así como la voluntad y la fuerza imparable del ser humano por abrirse camino a pesar de las adversidades. Otra joya rescatada por Libros del Asteroide, una editorial que sigue sin decepcionarme.

Como curiosidad, comentar que Ermanno Olmi, además de realizar documentales y saber lo que es ganar la Palma de Oro en Cannes o el León de Oro en el Festival de Venecia, también hizo sus incursiones en el mundo de la publicidad. Entre 1968 y 1976 rodó varios anuncios para marcas como Nescafé y Cinzano. Os dejo con uno de estos últimos:




Nada que ver con los anuncios de vermú italiano que se rodarían en 1993 ;-)…




Chico de barrio, Ermanno Olmi
Traducción de Carlos Manzano
Libros del Asteroide, 2009, 192 páginas, 14,95