jueves, 13 de noviembre de 2014

Mordiscos literarios / 5


La Petite Jeanne pâle.
Ilustración de Édouard Chimot que sirvió de portada
para la edición de la novela de Roth en Anagrama.


«Se despertó muy temprano. Caroline todavía estaba durmiendo. Por la ventana abierta se oían los trinos de un pájaro solitario. Andreas permaneció un rato en la cama con los ojos abiertos, pero no más de unos pocos minutos. Aprovechó esos breves instantes para reflexionar. Tenía la impresión de que hacía mucho tiempo que no le habían acontecido tantas cosas extrañas como en aquella única semana. De pronto volvió la cara y contempló a Caroline a su diestra. Lo que no había visto la víspera, lo comprobó entonces: había envejecido; pálida, hinchada, y respirando con dificultad, estaba durmiendo el sueño de las mujeres que envejecen. Entonces se percató del paso del tiempo, que hasta aquel momento no había percibido, y se dio cuenta de la transformación que había ejercido también en él. Así que decidió levantarse al punto, sin despertar a Caroline, y desaparecer con la misma casualidad o, mejor dicho, de la misma forma azarosa como ambos, Caroline y él, se habían encontrado el día anterior. Se vistió a escondidas y se esfumó, caminando hacia un nuevo día, uno de sus acostumbrados nuevos días.
Es decir, hacia uno de sus días desacostumbrados. Porque cuando introdujo la mano en el bolsillo superior izquierdo, allí donde solía guardar el dinero recién obtenido o encontrado, se dio cuenta de que ya sólo le quedaba un billete de cincuenta francos y algunas monedas. Y él, que desde hacía años ya no sabía lo que era el dinero y que ya no solía conceder importancia a su valor, se asustó de repente como suele asustarse quien está acostumbrado a llevar siempre dinero en el bolsillo y que de golpe se ve en el apuro de comprobar que sólo tiene muy poco o ninguno. En medio de aquellas calles matinales, grises y vacías, a él, que desde incontables meses no había dispuesto de dinero, le parecía haberse arruinado de la noche a la mañana al no notar en el bolsillo los mismos billetes de banco que en los últimos días. Y le pareció que la época en que iba por el mundo sin dinero quedaba ya muy, muy atrás en el tiempo; que el importe adecuado para mantener el nivel de vida que a él le correspondía, lo había despilfarrado irreflexiva y tontamente con Caroline.
Estaba encolerizado con Caroline. Y él, que jamás había concedido importancia a la posesión de dinero, comenzó de pronto a estimar su valor. Tuvo la súbita idea de que la posesión de un billete de tan sólo cincuenta francos resultaba ridícula para un hombre de su importancia. Llegó a la conclusión de que, para poder tener consciencia de esta su importancia, le resultaba imprescindible reflexionar tranquilamente sobre sí mismo ante una copa de absenta.
Así, pues, entre las tabernas más cercanas, eligió una que le parecía más acogedora, tomó asiento y pidió un pernod. Mientras iba bebiendo, le vino a la mente que de hecho se encontraba en París sin el correspondiente permiso de residencia. Revisó sus papeles y llegó a la conclusión de que en realidad podía considerarse expulsado, pues había llegado a Francia en calidad de minero, procedente de Olschowice, en la Silesia polaca».

La leyenda del Santo Bebedor. Joseph Roth (1939)
 

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